Una amiga me dio la idea. Debería escribir acerca de mi experiencia viviendo en Corea.
Llevo menos de una semana en este país y ya surgió el primer problema: la María de la Luz, mi amiga, me dijo que aprovechara el hecho que todo sería nuevo y emocionante y hasta ahora nada de eso. ¿Nuevo? Sí. De todas maneras es nuevo encontrarse en un lugar donde, a pesar de mis bien sabidas habilidades idiomáticas -bien sabidas por mí, en todo caso- aún no he aprendido a decir siquiera “hola”. Lo emocionante, hasta ahora al menos, ha sido que cociné mis primeras croquetas de atún y al parecer quedaron ricas. Sería.
Todo partió hace un mes y medio, más o menos. Cristián, mi marido, llegó a la casa contándome que existía la posibilidad que, por trabajo, lo enviaran a Corea por un año. ¡Me entusiasmé al tiro!
De inmediato me comencé a imaginar mi vida como extranjera, recorriendo la ciudad cámara en mano, con pintas que parecerían exóticas y entretenidas, aunque hayan estado en mi closet desde hace años. Pensé en mi hijo, hablando tres idiomas antes de cumplir los tres años. Español, inglés y coreano, ¿qué mejor? Tendríamos la posibilidad de ahorrar como nunca y mi marido podría crecer en una empresa que le encanta. Además, tendría mi tan ansiado ¡año sabático! Suena perfecto, ¿verdad?
Luego de un par de semanas de esa primera conversación se dio el sí definitivo. Nos íbamos a Corea. ¿Primer sentimiento? ¡Felicidad! No podía creer que por fin había resultado algo que yo de verdad había querido por mucho tiempo. Y luego…¡horror! Había que poner en arriendo nuestro departamento, vender los autos, yo tenía que renunciar al trabajo donde había estado por 4 años y miles de otros trámites como isapre, seguros, notarías, doctores, visa, etc. Y teníamos que estar en el avión en un mes.
Durante la época de organización las cosas no anduvieron tan bien como uno hubiera querido. Una de los aspectos que no me gusta del trabajo de Cristián es que son desorganizados, según yo. Nadie sabía muy bien cómo iba a funcionar todo y mi marido, según yo nuevamente, no preguntaba todo lo que había que preguntar cuando había que preguntarlo. Uf.
Por ejemplo, tuvimos que elegir en qué zona de Seúl queríamos vivir, sin siquiera saber las características de cada una. Comenzamos a preguntar, a hablar con extranjeros que ya estuvieran acá y cuando finalmente tomamos una decisión pasó que los arriendos eran muy caros por lo que terminamos justo en la única área donde estábamos seguros no queríamos vivir. Nos habían dicho que Suwon era feo y con pocas actividades para expats… pues bien…aquí estamos, en el corazón de Suwon.
Tres semanas antes de viajar renuncié a mi trabajo. No fue fácil decir adiós a un lugar donde me sentía en mi casa, con beneficios difíciles de encontrar para una periodista, como buen horario, hartas vacaciones, un sueldo decente, etc.…una pena, pero al menos me fui tranquila, con la posibilidad de volver en el futuro. Ahí comenzó la real pega. Como dije antes, trámites, trámites y más trámites llenaron mis días hasta que sólo nos quedaba una semana en Santiago. Aproveché como pude de juntarme con mis amigas lo más posible, de salir con mis hermanos, de ver a mi mamá y de mantener la cabeza fría como para empezar a hacer las maletas.
¡Full estrés! En general no me considero una persona que se estrese fácilmente, pero en esta ocasión me sentí colapsar. Mi hijo –Cristóbal, de 1 año 9 meses- llevaba semanas sin ir al jardín, ya que no me podía arriesgar a viajar casi 30 horas con un niño enfermo, por lo que pasó el último mes casi íntegro conmigo. Conmigo para comer, conmigo para bañarse, conmigo para jugar, conmigo para mañosear, incluso conmigo para ir al baño. Fui una mamá 24/7 y créanme que es agotador. Además, mi nana –que no se caracteriza por ser muy despabilada- me llenaba de preguntas y comentarios innecesarios; Cristián llegaba tarde todas las noches, quejándose de la cantidad de pega y el poco tiempo que tenía para hacerla. ¿Tiempo?, ¿qué es eso? –me preguntaba yo.
Tres días antes de partir llegaron los de la mudanza a hacer cajas y guardar todo. ¡Aleluya!, al menos no tendría que embalar yo.
Tras miles de paquetes y metros y metros de huincha de embalaje la casa quedó reducida a un camión y yo, reducida a un estropajo. Cansada como perro organizamos todo para quedarnos a alojar la última noche donde mis suegros. Sin camas en nuestro departamento teníamos que descansar para pasar las primeras 13 horas de vuelo que nos separaban de Paris, donde haríamos una parada de dos días…para conocer. Lamentablemente justo esa noche fue una de las más frías y nos entumimos, por lo que el descanso fue casi nulo. ¡Maldita calefacción central, me tienes mal acostumbrada!
Ya en el aeropuerto, con hermana, sobrinas, suegros y cuñado comenzó el primer mal rato. Teníamos millones de kilos de sobrecarga y nos pusieron problemas por el coche, la silla de auto y no sé cuánta cosa más de Cristóbal. ¿De turista a Paris y sin coche? No way. Quinientos dólares más pobre, finalmente algo pasó que me vi arriba del avión con todo lo que teníamos que llevar también abordo. Bien. ¡Ahora sí que sí!
Ya que la idea era estar consiente para cuidar a una guagua, me tuve que olvidar del pichicateo al cual acudo cada vez que tengo que volar. ¡Odio volar!
Con el Toti full emocionado empezamos a hacer el “reconocimiento de terreno”, sacando palitos, saludando a la gente de los asientos de al lado, caminando por el pasillo y saltando ‘upa’ de los papás hasta que hubo que amarrarse para el despegue. “Señor, por favor no nos mates, y si nos matas, haz que choquemos contra una montaña cosa de no enterarme que el avión se está cayendo. Amén”. Eran las cuatro de la tarde, hora de Chile, así que ni soñar con que Cristóbal se durmiera luego.
Air France un bodrio. Las azafatas –o auxiliares de vuelo, como se les dice ahora- me prepararon para lo que sería Paris más adelante. ¡Cuál de todas más pesada! Caras largas y malos tonos fue la tónica del viaje…¡y eso que Cristóbal no se portó mal! Por último las hubiera entendido si el cabro chico hubiera molestado todo el rato, pero ni eso. Paciencia, Señor…
En lo que para nosotros era la madrugada llegamos a Paris. ¡Estamos con vida! Agradecí silenciosamente a quiénes se acordaron de engrasar las tuerquitas que tenían que ser engrasadas, al hecho que el piloto no tuvo un infarto en pleno vuelo, etcétera y nos bajamos. Tarea NO fácil.
Éramos nosotros más la guagua, el coche, la silla de auto –que usamos en el asiento del avión y que fue una pésima idea by the way- más CINCO bolsos de mano…y todo sin medio segundo de ayuda del personal de Air France, obvio. Uf, ¡ya echo de menos Chilito!...el servicio al menos…
El aeropuerto era enorme. Nuestra preocupación en ese momento era cómo íbamos a llevarnos todo lo ‘de mano’ más las ¡ocho maletas gigantonas que todavía teníamos que rescatar del avión! Ahí Cristián tuvo la idea genial de dejar lo que no fuéramos a necesitar durante esos dos días en una especia de guardarropía del aeropuerto. Estupendo. Para allá partimos, demorándonos una eternidad porque, obvio, el guardarropía famoso estaba al otro extremo del edificio.
Queriendo matar a quién se cruzara en mi camino –Cristián es de esos hombres que NO pregunta direcciones, aunque tenga una señora que le ladra que no está dispuesta a dar un solo paso de más- llegamos a una mini oficinita donde se dejan las maletas. Tras desembolsar otros quinientos dólares estábamos ‘maletas free’ –por harto menos de eso nos hubiéramos arrendado una tremenda van que nos llevara al hotel, pero mejor no digo nada…ahora es Cristián el que quiere asesinar a alguien-.
Caminamos otra eternidad para llegar a la puerta donde estaba el bus que nos llevaría hasta la ciudad. Una vez arriba el cansancio me ganó y me dormí con guagua y pasaportes en mano. ¡Llegamos! Ahora hay que bajarse y caminar más hasta el hotel…y está lloviendo…¡Por qué no me mataste, Dios!
El hotel era chiquitito, cero lujo, pero muy cómodo y bien ubicado. ¡Ehhh! ¡somos felices nuevamente!
El hombre del lobby un elefante en brazos, pero no me hice problemas por eso en ese momento…estaba demasiado contenta de estar ahí. Una duchita rápida, baño a la guagua y a caminar por Paris, ¡que romántico!
Toti estirando las patitas en el hotel
La ciudad misma la encontré bonita, pero nada TAN espectacular como me había imaginado. De hecho me pareció bastante similar a la parte linda del centro de Santiago, con edificios antiguos, calles apretaditas y hartos cafés. La gracia sí era que toda la ciudad era sí, no sólo un par de cuadras a la redonda. Una cosa que sí me impactó fue pensar en toda la historia que había en un sólo lugar. Al tiro me acordé de mi profe de historia de séptimo, contándonos la Revolución Francesa. Y ahora yo estaba ahí, ¡chori!
Luego del paseo y una parada a comer volvimos al hotel y caímos los tres en un sueño profundo de doce horas. Al otro día salimos temprano y tomamos un city tour que nos llevó a la torre Eiffel, el Arco del Triunfo y otros lugares que al parecer eran importantes, pero no reconocí –cero posibilidad de escuchar el audio del bus al mismo tiempo que evitaba que Cristóbal se tirar por el deck para abajo.
En el bus, recorriendo la ciudad
Almorzamos y de vuelta a buscar las maletas. Una quick stop para el infaltable cafecito parisino antes eso sí. Listo, al aeropuerto de nuevo. Otro rezo compulsivo y estábamos a bordo de un Korean Air. ¡Qué diferencia! ¡esto sí que es servicio! Las azafatas amorosas, casi me tomaron en brazos a mí con tal de ayudarnos, cositas ricas para tomar y comer, gracias y caritas a Cristóbal… ¡ahora sí, poh! Además, como era casi de noche y habíamos aprendido la lección con la silla de auto, pusimos al Toti en el medio, acostado a lo ancho y chao…
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