Este año ha sido intenso, está
claro. Gracias a todo lo que hemos pasado siento que he logrado conocerme más y
que incluso he madurado un poco. Muchas cosas han pasado y siento que me pude
adaptar a la mayoría de los cambios en una forma súper sana…eso, hasta hace un
tiempo.
Todo iba bien y, de repente, de
un día para el otro, Cristián me dice que tiene que ir de nuevo a Chile. La Pía
Rossi que conocemos se va al suelo y emerge desde las cenizas una versión 2.0
con una fuerza incontenible: ¡furia, furia de la más honda!
No sé cómo explicar lo que me
pasó. Todos los meses de ver el vaso medio lleno y de repetirle al mundo y a mí
misma que el estar acá era bueno me colapsaron. El sólo hecho de imaginarme
sola otra vez por no sé cuántos días más mientras Cristián lo pasaba increíble
allá hizo que surgiera lo peor de mí. Y no estoy exagerando.
Lo primero fue, obviamente,
enfurecerme con Cristián y cuestionarle qué tan necesario era que fuera,
ladrándole en vez de hablar, pero nada que hacer. La cosa ya estaba hecha y los
pasajes comprados. Al final fueron diez días de tortura.
Quizás crean que soy una tierna
al calificar como tortura estar sin mi marido, pero no. No es de amorosa. La
verdad es que era tanta mi pica que ni siquiera lo eché de menos. Llegué a lo
más bajo que he llegado y anduve pateando la perra todo el tiempo, enojada con
el mundo, con el Toti y conmigo misma por cada cosa que hacía o no hacía. Todo
me daba rabia, andaba desganada y enojona a morir. ¡Ni yo me aguantaba!
Se me caía una cuchara y era un
suplicio no recogerla y tirarla con ira contra una ventana, alguien me decía
algo y me daban ganas de escupirle la cara…a ese nivel. Cristóbal tuvo que
convivir con una loca de patio que lo retaba, después le pedía perdón y después
lo retaba de nuevo. ¡Ayyy, pobrecito mi pollito! Yo creo que hasta él daba
gracias a Dios que existiera el jardín.
Es súper difícil estar acá sola,
a cargo de un niño de dos años que por supuesto JUSTO se enfermó y andaba
odioso, siendo la responsable de todo: lavar, planchar, cocinar, lavar dientes,
bañar, dar comida, limpiar poto, acostar, jugar, retar, sacar la basura, ir al
supermercado, y responder a las quinientas necesidades que un hijo tiene al
día…y por diez días!
Además, tuve que pedir nuevamente
permiso en el colegio para llegar más tarde ya que el jardín abre a las 8:30
horas, entonces las mañanas eran un caos, levantando a Cristóbal y tratando de
estar yo a la hora en el trabajo. Pero todo lo anterior no es nada terrible si
no se le suma lo que verdaderamente me molestaba: el hecho que Cristián estuviera
haciendo todo lo que yo quería hacer.
En general me siento una buena
persona, con buenos sentimientos, que se alegra por los logros y buena fortuna
de otros, pero esta vez no fue así. Ahora el único sentimiento que llenaba mi
corazón era la envidia. Sí, ENVIDIA y de la NO sana.
La primera vez que Cris fue a
Chile me sentí genuinamente feliz por él. Me alegraba saber que iba a poder ver
a su familia, a juntarse con los amigos y a tener un break dentro de lo que ha sido esta aventura coreana. Cuando me
llamaba me encantaba escuchar acerca de sus panoramas y de todo lo que había
hecho, pero ahora fue diferente.
¡Cada vez que hablábamos me daba
más rabia! Saber que había conocido a mi sobrino recién nacido a quién yo sólo
he visto por fotos, o que había ido a un asado donde amigos, imaginármelo
durmiendo a pata suelta y hasta la hora que quisiera en el Hyatt –en una cama
que no es una tortura como la nuestra de acá- comiendo cosas ricas, lleno de
invitaciones y panoramas, hablando en chileno y entendiendo los carteles del
camino, viendo tele…arrrggghhhh, ¡qué rabia! Es TV basura, lo sé, pero ¡NUESTRA
tele basura y la echo de menos!
Definitivamente ahora fue
distinto. Esta vez, cuando llamaba, no quería que me contara ninguna cuestión,
sólo me interesaba saber que estuviera bien y listo, “Toti, ven a saludar al
papá!”
Por supuesto tenía claro que no
era su culpa, que a él le encantaría que yo también hubiera podido ir, pero que
no se podía. “Nosotros ocupamos los pasajes en ir a Australia, poh y lo pasamos
increíble, o no?” –me decía. Sí, pero tú también fuiste a Australia y a Bali y
dos veces a Chile. ¡No es justo!
Si hay algo claro es que todo lo
bueno que efectivamente estamos sacando de la experiencia de vivir en Corea trajo
consigo un costo que, lamentable y sinceramente, en su mayoría estoy pagando
yo.
Es cierto que Cristián echa de
menos a su gente también, sus carretes, su pega, su auto, etc y que Cristóbal
ha estado un año sin primos o abuelos, acostumbrándose a un idioma nuevo y bla
bla bla, pero la que realmente cooperó acá fui yo.
Ahora que el camino está casi recorrido
veo que fueron miles de cosas a las que tuve que renunciar y que me cayeron
cientos de responsabilidades para las que nunca me ofrecí. Familia, amigos y
trabajo son obviamente las cosas más evidentes que uno echa de menos, pero la
verdad es que es mucho más que eso. Extraño mi libertad, el hecho de no saber
qué voy a hacer mañana y el ser parte de algo. Acá no soy parte de nada y todos
mis días son iguales, a pesar que me las rebusco para que no sea así con el
trabajo, yendo al gimnasio, etc. Al final lo cierto es que necesito más. Necesito
salir, conversar con gente, reírme, necesito hablar de mi vida o mi familia con
gente que no sea parte de ella. Quiero hablar tonteras y echo de menos mi rol
de Pía, no de señora de Cristián ni de mamá de Cristóbal. Es increíble como uno
se da cuenta todas las “personalidades” que tiene y cómo se echan de menos.
Finalmente, cuando Cris llegó de
vuelta una nube se corrió de sobre mi cabeza y volví a ver el sol. Mi ánimo
volvió y recobré mi hasta entonces esquivo sentido del humor. Quizás sí lo eché
de menos, después de todo.